Esto porque luego de la debacle de Copenhague un tema de discusión tremendamente peligroso se volvió viral: la verdadera culpable del fracaso era la democracia en sí. El proceso de la Organización de Naciones Unidas (ONU), que da votos con el mismo peso a 192 países, simplemente era demasiado difícil de manejar. Era mejor encontrar soluciones en grupos pequeños. Hasta las voces ambientales de confianza, como James Lovelock, cayeron en la trampa: “Tengo la sensación de que el cambio climático puede ser un tema tan severo como la guerra”, le dijo a The Guardian recientemente. “Quizá sea necesario poner a la democracia en pausa durante un tiempo”. Pero en realidad son estos pequeños grupos, como el club privado que forzó el Acuerdo de Copenhague, los que han ocasionado que perdamos terreno y debilitado los acuerdos existentes, que de por sí son inadecuados. En cambio, la política de cambio climático llevada a Copenhague por Bolivia fue redactada por los movimientos sociales mediante un proceso participativo y el resultado final fue, hasta el momento, la visión más transformadora y radical.
Fácil sería, en el autoritarismo neoliberal que actualmente se sigue desarrollando, echarle la culpa a la llamada democracia. Es algo así como culpar a los revoltosos porque resisten las opresiones.
Es todo lo contrario: estamos como estamos por la falta de democracia, por la falta de procesos de participaciones viables desde abajo (que hay que conquistar), que no se dejen atrapar en los consumos políticos, económicos e ideológicos neoliberales. El miedo a la democracia supone que la llamada democracia es la ilusión de consumos que ni siquiera son equitativos. Esa democracia neoliberal no es la democracia de los que sufren las consecuencias cotidianas desde abajo. Tarde o temprano se sospecha que esa democracia de los consumos disponibles no es democracia. Y entonces …
Lo que indica la falacia de demasiada democracia es un peligro inmediato: o logramos la apertura de resoluciones posibles en las crisis de las ecologías mediante un proceso amplio y participativo, o nos imponen salidas autoritarias que solo satisfacen las necesidades de permanencia de los capitales (y de sus gobiernos y Estados que los mantienen), que han encauzado la crisis. Pretenden seguir viviendo de las crisis que han alentado. Entonces, aceptamos o no aceptamos eso.
Hay que insistir: cualquier apertura no es ni puede ser “técnica” ni unilateral, sino social, y por lo tanto es política, pero tiene que ser política nueva, política que abra espacios de democracia que sea democracia de las “participaciones” que hasta ahora siguen coartadas y mediadas desde arriba, a través de todos los consumos (políticos, económicos e ideológicos) del neoliberalismo.
Con el encuentro en Bolivia se abre una posibilidad de luchar por vías alternas, pero ello no conlleva garantías, pues los organismos multinacionales, transnacionales y supraestatales del capitalismo neoliberal andan muy atentos. No se admiten ni se permiten amenazas al régimen reinante. Se permiten ajustes dentro de los parámetros de ese régimen. Por ello siguen promoviendo e implantando la fascistización que les corresponde y que necesitan, amparados en las guerras en contra de un terrorismo hecho a la medida. Ahora la situación de las crisis ecológicas tienden a promoverse como situación de terror. Su proyecto, el de ellos, sigue siendo la intención de socavar las soberanías posibles de los pueblos y de la gente, e imponer la suya, muy autoritaria. No es entonces asunto de demasiada democracia, sino de carencia de las democracias posibles y necesarias. Esto es lucha.
También, y por desgracia inevitable (porque la hemos heredado), hay que lidiar con muchas persistencias que confunden y entrampan las ansias de las libertades latentes con reformulaciones políticas fracasadas, repletas de los fantasmas (muy vivos) del catecismo de lo que en otro momento llamamos el “socialismo real”, aquel embeleco burocrático de Estado muy pesado que tanto reprimió opciones e iniciativas, fantasmas que siguen difundiendo sus ideologías y sus políticas a pesar de que las insurrecciones de la gente buscan implantar otra cosa y otro proceso. Esto es lucha.
Es una lucha, entonces, al menos en dos frentes que tienen que confrontar las múltiples variaciones de lo mismo, variaciones que se repiten, hasta que se quiebren sus premisas y sustentos, si acaso se logra. Ahí se confunden las distribuciones usuales entre la llamada “derecha” y la llamada “izquierda” (“izquierda” que demasiadas veces aparece desde la derecha). ¿Quiénes son los “reaccionarios”? Ya veremos …
Esto, ahora, abre una posibilidad de lucha, pero es solo una posibilidad. Ya veremos. Se nos va la vida en todo esto …
http://www.jornada.unam.mx/2010/04/24/index.php?section=mundo&article=022a1mun
Bolivia: un nuevo movimiento sobre el cambio climáticoNaomi Klein
Cochabamba, Bolivia. Eran las 11 de la mañana y Evo Morales había transformado el estadio de futbol en un gigantesco salón de clases, y había reunido una variedad de objetos de utilería: platos de cartón, vasos de plástico, impermeables desechables, jícaras hechas a mano, platos de madera y coloridos ponchos. Todos jugaron un papel para demostrar un punto principal: para luchar contra el cambio climático “necesitamos recuperar los valores de los indígenas”.
Sin embargo, los países ricos tienen poco interés en aprender estas lecciones y, al contrario, promueven un plan que, en el mejor de los casos, incrementaría la temperatura global promedio en dos centígrados. “Eso implicaría que se derritieran los glaciares de los Andes y los Himalaya”, le dijo Morales a las miles de personas reunidas en el estadio, como parte de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra. Lo que no necesitaba decir es que no importa cuán sustentablemente elija vivir el pueblo boliviano, pues no tiene el poder para salvar sus glaciares.
La cumbre climática en Bolivia ha tenido sus momentos de alegría, levedad y absurdos. Sin embargo, en el fondo, se siente la emoción que provocó este encuentro: rabia contra la impotencia.
No hay por qué sorprenderse. Bolivia está en medio de una dramática transformación política, una que nacionalizó las industrias clave y elevó como nunca antes las voces de los indígenas. Pero en lo que se refiere a su crisis existencial más apremiante –el hecho de que sus glaciares se derriten a un ritmo alarmante, lo cual amenaza el suministro de agua en dos de las principales ciudades–, los bolivianos no pueden cambiar su destino por sí solos.
Eso se debe a que las acciones que provocan el derretimiento no se realizan en Bolivia, sino en las autopistas y las zonas industriales de los países fuertemente industrializados. En Copenhague, los dirigentes de las naciones en peligro, como Bolivia y Tuvalu, argumentaron apasionadamente en favor del tipo de reducciones a las emisiones de gases que podrían evitar una catástrofe. Amablemente les dijeron que la voluntad política en el Norte simplemente no existía. Y más: Estados Unidos dejó claro que no necesitaba que países pequeños como Bolivia fueran parte de una solución climática. Negociaría un acuerdo con otros emisores pesados a puerta cerrada y el resto del mundo sería informado de los resultados e invitado a firmar, lo cual es precisamente lo que ocurrió con el Acuerdo de Copenhague. Cuando Bolivia y Ecuador rehusaron aprobarlo en automático, el gobierno estadunidense recortó su ayuda climática en 3 millones y 2.5 millones de dólares, respectivamente. “No es un proceso de a gratis”, explicó Jonathan Pershing, negociador climático estadunidense. (Aquí está la respuesta para cualquiera que se pregunte por qué los activistas del Sur rechazan la idea del “apoyo climático” y, en cambio, demandan el pago de “deudas climáticas”.) El mensaje de Pershing era escalofriante: si eres pobre, no tienes derecho a priorizar tu propio supervivencia.
Cuando Morales invitó a “los movimientos sociales y los defensores de la madre tierra, científicos, académicos, abogados y gobiernos”, a venir a Cochabamba a un nuevo tipo de cumbre climática, fue una revuelta contra esta sensación de impotencia, fue un intento por construir una base de poder en torno al derecho a sobrevivir.
El gobierno boliviano arrancó las discusiones proponiendo cuatro grandes ideas: que se debería otorgar derechos a la naturaleza, que protejan de la aniquilación a los ecosistemas (una “declaración universal de los derechos de la madre tierra”); que aquellos que violen esos derechos y otros acuerdos ambientales internacionales deberían enfrentar consecuencias legales (un “tribunal de justicia climática”); que los países pobres deberían recibir varios tipos de compensación por una crisis que ellos enfrentan pero tuvieron poco que ver en crear (“deuda climática”), y que debería haber un mecanismo para que la gente en el mundo exprese sus puntos de vista sobre estos temas (un “referéndum mundial de los pueblos sobre cambio climático”).
La siguiente etapa fue invitar a la sociedad civil global a ir discutiendo los detalles. Se instalaron 17 grupos de trabajo y después de semanas de discusión en línea se reunieron durante una semana en Cochabamba, con el fin de presentar sus recomendaciones finales al término de la cumbre. El proceso es fascinante pero lejos de ser perfecto (por ejemplo, como señaló Jim Shultz de Democracy Center, al parecer, el grupo de trabajo sobre el referendo invirtió más tiempo discutiendo si añadir una pregunta sobre abolir el capitalismo que discutiendo cómo se le hace para llevar a cabo una consulta global). Sin embargo, el entusiasta compromiso de Bolivia con la democracia participativa podría ser la contribución más importante de la cumbre.
Esto porque luego de la debacle de Copenhague un tema de discusión tremendamente peligroso se volvió viral: la verdadera culpable del fracaso era la democracia en sí. El proceso de la Organización de Naciones Unidas (ONU), que da votos con el mismo peso a 192 países, simplemente era demasiado difícil de manejar. Era mejor encontrar soluciones en grupos pequeños. Hasta las voces ambientales de confianza, como James Lovelock, cayeron en la trampa: “Tengo la sensación de que el cambio climático puede ser un tema tan severo como la guerra”, le dijo a The Guardian recientemente. “Quizá sea necesario poner a la democracia en pausa durante un tiempo”. Pero en realidad son estos pequeños grupos, como el club privado que forzó el Acuerdo de Copenhague, los que han ocasionado que perdamos terreno y debilitado los acuerdos existentes, que de por sí son inadecuados. En cambio, la política de cambio climático llevada a Copenhague por Bolivia fue redactada por los movimientos sociales mediante un proceso participativo y el resultado final fue, hasta el momento, la visión más transformadora y radical.
Con la cumbre de Cochabamba, Bolivia intenta globalizar lo que logró a escala nacional e invitar al mundo a participar en redactar una agenda climática conjunta, antes del próximo encuentro sobre cambio climático de la ONU, en Cancún. En palabras del embajador de Bolivia ante Naciones Unidas, Pablo Solón, “la única cosa que puede salvar a la humanidad de una tragedia es el ejercicio de la democracia global”.
Si está en lo correcto, el proceso boliviano podría no sólo salvar a nuestro planeta que está calentándose, sino también a nuestras democracias en vías del fracaso. No está mal el trato.
El texto fue publicado en The Nation. Traducción: Tania Molina Ramírez
http://www.naomiklein.org.